Wilson E. Blanco Narváez
Para los dentistas,
a quienes la gente los ve trabajar
con la boca abierta.
Eran las ocho y diez. ¿Estamos listos? –me preguntó-. No le contesté nada. Me acomodé en el sillón sin que él me lo pidiera. La radio transmitía desde Imola Italia la Gran Carrera de San Marino. El locutor parecía emocionado, pues su compatriota estaba en la tercera posición. Traté de seguir por momentos la transmisión, luego ya no pude. Abra la boca, me ordenó con una voz suave y cariñosa, mientras manipulaba una fina jeringa. Lo miraba con el rabo del ojo para que no notara mi nerviosismo.
La carrera estaba a punto de terminar y el locutor se emocionó aún más. El miró el líquido cristalino de la jeringa poniéndola a la altura de sus ojos. Me acomodé un poco y esperé. Sentí un chorrito de agua fría entre los dientes. Escupe, me ordenó suavemente. Luego me entregó una servilleta. Abre -me dijo de nuevo-, por poco no le escucho. La delgada aguja rasgó el aire y se deslizó suavemente en la encía inferior. Hay que esperar un poco, dijo al tiempo que se ponía unos guantes plásticos. Queda faltando poco de la carrera, alcancé a oír al locutor cada vez más emocionado. El lado izquierdo de la mandíbula y media lengua se me fueron poniendo gruesos. Sin embargo, mantuve la boca abierta en un acto de obediencia absoluta.
Miré de reojos y vi de nuevo la aguja, ahora más larga y gruesa. Corrió rauda entre los tejidos sin que me doliera. En segundos empezó un desfile de pinzas. Saltaban en la pequeña bandeja de plata cada vez que la mano enguantada a ciegas se deslizaba en busca de una. Parece que tiene en la pata un torombolo que no la deja salir –dijo, tomando la fresa. Sentí que hizo un corte y extrajo un pedazo de muela. Repitió esta acción unas tres o cuatro veces. Volvió a tomar una pinza, vi que era un poco más grande. Empujó fuertemente hacia abajo el algodón que taponaba la salida de sangre y con la pinza hizo varios movimientos circulares tratando de remover la raíz. Insistió una y otra vez. Suspiró un poco. Empezaba a desesperarse. Sonó el teléfono. En un principio creí que no lo contestaría, sin embargo lo hizo. Se sentó de nuevo en el banquillo abriendo un poco las piernas ya restablecido. Último kilómetro y esto es del alemán, dijo el locutor. Él ya no le prestaba atención a la carrera.
Agarrando de nuevo las pinzas y con la convicción de que esta vez sí, tomó impulso, presionó hacia abajo y luego tiró hacia arriba. Por fin, murmuró alzando en lo alto el trofeo. ¡Con razón si es de dos patas!, exclamó y empezó a lavarse las manos. Un escalofrío me llegó a las plantas de los pies. Percibí por última vez la voz resignada del locutor que decía “primero el alemán, segundo el inglés y en la tercera posición el colombiano, señoras y señores finalizó la Gran Carrera de San Marino aquí en Imola Italia”.
Cartagena, abril 25 de 2004
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