El Cazador de Luceros

Por: Alvaro Enrique Triviño Doval
Luceros en la Noche


Marcelino Chamorro era un hombre en toda la extensión de la palabra y aunque ustedes no lo crean, a él le amarraron el ombligo fue con un chicote de soga el día que su madre, Julia Silva, lo parió, luego de nueve noches de pujios y repujios, porque como ella misma lo gritaba, lo que estaba pariendo era como un ternero que le desgarraba todas sus entrañas.


Julia Silva juró ante Dios y ante los hombres que nunca jamás volvería a estas en estos aprietos y fue así, como con unos emplastes de oraciones y secretos viejos, se rezó su vientre prolífico y lo marchitó para siempre.

Marcelino, en vez de llorar, bramaba en las noches y fueron incontables las veces que ella tuvo que apoyarlo en los enjambres de tetas de las vacas, para que él saciara esa sed láctea que lo acosaba constantemente. También fueron innumerables las veces que Marcelino durmió con el arrullo de los bramidos de los terneros y con el arrorró de las vacas, que al amanecer destilaban leche hasta por la punta de los cuernos.

Nunca se supo ni cómo ni cuándo, Medioternero, como llegaron a llamar a Marcelino, aprendió a enlazar, a montar a caballo, a encerrar ganado y hasta a seguirle las huellas a las estrellas fugaces que se desgranaban en las noches sin luna, quizás para bañarse en aguas de mares ignotos.

Tendría como nueve años cuando terminó de fabricar una soga hecha con bejucos fuertes, que en su propio decir y fantasear, le podía dar la vuelta a la tierra siete veces y media.

Todas las noches, se sentaba en las barandas de los corrales y dialogaba con los terneros en un lenguaje que sólo él comprendía. De pronto, miraba hacia el cielo y decía – ahí va Cristal Rosado – un lucero vagabundo que chisporroteaba gotas de luces de un rosado tenue y hermoso.

Otras veces, en el éxtasis de su euforia, se quedaba ronco de tanto llamar a Girasol de Invierno, una estrella que loca de amor, salía en las noches de invierno a llevarle una sábana de soles recién nacidos a su amante platónico, para que éste no se muriera de frío en las noches gélidas del cielo insondable.

Y así se la pasaba cada segundo de cada noche, hasta que se quedaba dormido y entonces, se acurrucaba al lado de la vieja Julia en la cama de tijeras.

Marcelino nunca fue al colegio. Con su soga aprendió los fundamentos de las Matemáticas, del lenguaje humano, de las ciencias y en fin, de todo.

Tiraba un tramo de la soga en forma magistral y los números de una suma con su resultado quedaban tatuados en el aire. Envolvía la soga como un juego de naipes, y al lanzarla contra el suelo, ésta se desenroscaba como una serpiente y quedaban escritos sobre la piel de la tierra, párrafos de una belleza literaria inusitada. Y así, con la soga dibujaba en el aire: flores, pájaros, cielos y hasta historias de amor.

Julia Silva, lo dejó crecer así, silvestre, porque a la postre, él hacía todo con la soga y le aliviaba su arduo trabajo de cortar la leña, encerrar los terneros, traer agua del arroyo para apagar los carbones de la hornilla.

Marcelino, inclusive ganaba dinero, alquilando la soga a todo el pueblo, para que quindara las ropas mojadas, en las tardes preñadas de sol.

Una noche, Julia Silva cansada de la vida o quizás celosa porque no comprendía lo que su hijo hablaba con los terneros, reventó la última burbuja de su serenidad y le gritó - ¡Carajo! No te cansas de tu misma jarana todas las noches con los terneros! Por qué no enlazas una estrella para que nos alumbre. ¿No ves que el gas se acabó?

Me hubiera valido que Julia Silva no hubiera dicho eso. Marcelino que no soltaba la soga para nada, hizo un movimiento tan rápido como las alas de la brisa del verano y lanzó la soga a los aires. Allí mismo se sintió el quejido de un lucero que venía atrapado por su caballera de luces multicolores. Marcelino, lo haló angelicalmente como a un barrilete y lo fue acomodando tiernamente entre sus manos como a un cocuyo. Luego, le dijo unas palabras y lo sentó en el corazón de la lámpara de gas y todo el bosque se inundó de luz.

Julia Silva, no podía creerlo, y así, tuvo que soportar toda la noche el bramido de las vacas y de los terneros, hasta que insomne, decidió sentarse en un taburete en la puerta de la estancia, a ver a miles de luceros que dibujaban ramilletes de flores en la oscuridad del cielo, tal vez buscando las huellas perdidas de Cristal Rosado, que ahora hablaba con Marcelino en un lenguaje que ella nunca pudo comprender.




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