LOS CAZADORES
Wilson E. Blanco N.
Caminábamos uno detrás del otro. Cayetano iba delante, llevaba la escopeta en el hombro izquierdo. Terciada en el derecho la mochila de los cartuchos hacía un ruido de cascabeles que rasgaba el silencio de la noche.
_ ¿Ves esa luz? --Me preguntó deteniéndose al tiempo que tomaba la escopeta de bastón.
_Sí --Le contesté volviendo la vista al sitio que me mostraba con insistencia. Dejé caer los conejos y vi la luz a lo lejos.
_Ese es alguien que está penando por estos lados. --Me dijo con certeza.
_Bueno, aquí sólo estamos tú y yo.
_Y los conejos. --Agregó.
La oscuridad se hizo diáfana por un momento, pero luego ya no se pudo ver ni la palma de la mano. Decidimos ir al encuentro de la lucecita. Nuestra esperanza creció al escuchar trozos de conversaciones que quedaban enganchados en la copa de árboles. Los conejos pesaban cada vez más. Los cambiaba de mano a cada momento. Llegamos a una planicie después de hora y media de camino.
_ Son como las dos. --Me dijo con la barba apoyada en la culata de la escopeta.
_ ¿Ves todavía la luz? --Le pregunté mientras trataba de tocarlo en medio de la nave de tinieblas.
_ Sí. No la he dejado de ver en todo el trayecto.
_ ¿Y tú, ya no la ves?
_ Ahora mismo la estoy viendo, y está en el mismo lugar de hace un rato.
_ ¿Qué hacemos? Yo también la veo ahí mismo.
_ ¿Pesan mucho los conejos?
_Sí, mucho.
_ Déjalos aquí entonces.
_ No hemos venido a cazar almas en pena, sino conejos. –Le dije en tono firme.
Iban a ser las dos y media cuando emprendimos de nuevo la búsqueda de la luz. El siempre iba delante. Cargó de nuevo la escopeta y apretó el paso.
_ Antes de las cinco debemos haber dado con el paradero de esa alma. --Dijo sin sacarse el tabaco de la boca.
_ Eso espero, y ojalá no pase lo mismo que con el venado que tiraste el otro día en el arroyo. --Le dije, pero ya no lo pude alcanzar.
_ ¡Josefa!, ¡Josefa! ¡Despierta! Van a ser las cinco. ¿No estás oyendo cantar los gallos?
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