Los Talleres Literarios

Por: Gustavo Álvarez Gardeazabal

Soy, en alguna manera, producto de un Taller Literario. Asistí al primer taller de ese género que se realizó en Colombia, entre 1968 y 1969, exactamente hasta el día de la muerte de su director, Jorge Zalamea, en la Universidad del Valle, cuando a ella la patrocinaban las fundaciones gringas. Recuerdo muy bien la cara del viejo maestro, del enigmático poeta, cuando leí en su Taller el cuento “Ana Joaquina Torrentes”.
El, que nunca se agrietaba, que jamás sonreía, que pocas veces olfateaba más allá de sus propias escalinatas, movió algún párpado de su cara momificada, abrió algún resquicio de su silencio de siglos y oyó las opiniones de todos los demás integrantes del taller para después emitir su juicio, que, por demás, fue contundente. Hoy ese cuento, traducido a once idiomas, puede ser considerado el mejor fruto de una actitud que en su momento resultaba, algo extraña, como era el de asistir a leer sus producciones literarias frente al más vivo testimonio de las letras colombianas de entonces.

Soy también el primer promotor de esa clase de talleres. Apenas llegué como profesor de la Universidad de Nariño, en 1970, organicé uno, pero acaso porque entonces no había alcanzado a entender el temperamento de los pastusos o porque se requiere cierta calidad y cierta genialidad, cierta disciplina y cierto atrevimiento y quienes acudieron no la poseían, sólo hoy, 16 años después. Un profesor de un colegio de Medellín, Alejandro García Gómez, que asistió a esos escarceos, ha ido repuntando como fruto de tal evento esperanzador.

Más aún, en 1972, cuando fui a la Universidad de Valle como profesor, recibió el apoyo total de Juan Posada Woolff, entonces decano de Humanidades y fundamos el Taller de Escritores de la Universidad del Valle, con periódico propio, con créditos académicos para quien así lo solicitara y con inscripción abierta y gratuita para quienes no fueran estudiantes de la Universidad. El método era sencillo. Nos reuníamos dos veces por semana, la primera para escuchar opiniones sobre alguna obra de un escritor conocido y leído, que previamente se fijaba y sobre la cual todos los miembros del taller debían expresar sus opiniones y extraer enseñanzas (y en la cual yo, como director, tenía prácticamente que dar una pequeña cátedra de apreciación literaria), y la otra, toda la mañana de los sábados, para hablar, opinar, escrutar, criticar, atacar o aplaudir las producciones literarias de los miembros del taller, que, con una semana de anticipación por lo menos, se entregaban mimeografiadas a todos para que pudieran ser leídas y analizadas con tranquilidad al sábado siguiente.

En esa sesión mi intervención era la de uno más en el Taller, la de un simple moderador que opinaba con probablemente un poco más de experiencia, pero que sólo se distinguía de los demás por las ganas muy visibles de aupar a nuevos valores.

Después por votación de los mismos miembros del Taller, se hacía la publicación de los textos en el periódico que se llamaba precisamente TALLER, muchas veces los nuevos escritores corregían sus textos antes de hacerlos publicables, otras se negaban a la crítica y aparecían tal cual como las habían presentado para optar a una segunda ronda de apreciación, en la que generalmente les iba peor.

De ese trabajo salieron escritores como Marco Tulio Aguilera Carramuño, Gustavo González Zafra, José Cardona. Nunca hicimos una antología, nunca he prologado alguna de sus meritorias obras aunque todas las he comentado a través de estas notas dominicales o en mis columnas de otros periódicos. Creí entonces, sigo creyendo más aún, que los talleres no pueden ser las escuelas de un método ni el recinto para procrear falsas aptitudes o para disimular mediocridades. Mucho menos para hacer hijos literarios o para tratar de imponer, por vía de la dirección, caprichos o sensibilidades.

He acudido, como escritor invitado, a algunos pocos talleres, en distintas ciudades del país, a contestar el interrogatorio de sus integrantes, a expresar mi presencia como escritor profesional. Guardo el más infinito respeto por ellos, pero no los considero catedrales intocables y, por el contrario, siempre temo que sean unos laberintos insondables, llenos de peligros, en donde a los obstáculos corrientes en la vida de cualquier escritor en Colombia se le agregan los estímulos de una competencia o las adversidades o ventajas de un patrocinio.

Como soy un lector permanente de todas las nuevas producciones literarias de este país. Como he seguido, a distancia, los pasos de producción de esos talleres, y en especial los de Medellín y lejos de los amores u odios que puedan generarse por la convivencia parroquial, manteniendo contacto aquí o allá con algunos de sus integrantes a través de cartas, pero sobre todo juzgando sus producciones y midiendo las consecuencias de ellas, me atrevía hace unos días en entrevistas que concedí a periodistas culturales de Medellín, a expresar ideas concretas sobre sus efectos.

Estaba impresionado, por esos días, ante el delito inconmensurable de las antologías de las antologías de cuento y poesía de Mario Escobar Velásquez y Luis Iván Bedoya y por una serie de conversaciones informativas con algunos integrantes de esos talleres, sigo impresionado porque los integrantes de un Taller no parecen ser buenos cuentistas ni poetas para los directores de los otros y, con un egoísmo cercano a la mitomanía, se cierran en sus válvulas de apreciación y temo (ojalá estuviera equivocado), que aquellos primeros fogonazos de máxima esperanza de la producción de esos talleres de Medellín (y recuerdo casi con morbosidad la esperanza que puse en la producción futura de un Luís Fernando Macías, que nos aporreó con su “Amada está lavando”, o en la novela que seguimos esperando de Juan Diego Mejía, el gran prospecto de la cuentista antioqueña y colombiana), aquellos primeros enviones, se han prolongado demasiado.

¿No será acaso que resulta inconveniente el que un taller literario sea dirigido más de tres años seguidos por un mismo escritor?
¿O acaso estaré equivocado, y lo que considero un peligro, la competencia entre capos de la literatura a través de sus discípulos del taller, esté promoviendo que la vida cultural y el futuro artístico de Medellín sea mucho más promisorio que el de cualquier ciudad de Colombia?

Todas esas consideraciones puedo hacerlas con conocimiento de causa, con temor de testigo presencial de una literatura que siempre deseo más promisoria y superada. No creo que cause daño con mis opiniones. La controversia intelectual siempre es benéfica. Salvo para aquellos que creen que con la cultura y el conocimiento se puede jugar a la dictadura o a la defensa, a la humillación a la maquinación caprichosa.

EL COLOMBIANO/Dominical, Junio 29 de 1986

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