TEXTOS EN REMOJO



EL ULTIMO TORO DE LA ULTIMA TARDE
La mezcla de ritmos, sones y melodías hacían de los alrededores una babel musical: porros, champeta, vallenatos, salsa, son cubano, jíbaros, reggae y tantos más de una lista interminable producida por el bullicio de los equipos de sonido de cada uno de los negocios instalados en  la plaza, donde imponente y con la majestad de un lugar de culto se erige la corraleja.
Catalino Marrugo había jurado que nada lo detendría en el cumplimiento de su propósito: sacarle dos mantazos al toro que cerraba la jornada de la fiesta patronal. Con sus 26 años a cuestas, mantenía en su cuerpo las evidencias de las peripecias taurinas acaecidas en años anteriores: una cicatriz desde la punta de la nalga izquierda hasta el omoplato derecho, cuando un toro barcino -El Chivo Mono- de cuernos afeitados  "le sobó el cacho" -como le decían, entre risas, sus amigos- al toparse de frente con Catalino y éste en su estampida tropezó y quedó  en el polvorín del ruedo.
Más tarde, un toro bravo de Juancho Perna lo dejó casi desnudo, porque cual sastre, lo tomó por la bota del pantalón de lino holán y se lo abrió en mitades incluyendo el calzoncillo gef que le había regalado Sixto, su hermano mayor, quien para esta fecha llegaba cargado de obsequios dentro de la tradición de estrenar ropa y lucir los mejores accesorios durante las fiestas.
"No voy a claudicar." Repetía, pues, ni los ruegos y súplicas de su madre ni la medida desesperada de Sixto al maniatarlo en el horcón de la cocina ubicada en el traspatio de la casa solariega -ubicada en la calle de las flores  de su Turbaco natal- "Porque,  tú, no nos vas a dañar las fiestas", vociferaba, sudoroso, Sixto - cabuya en mano-  mientras familiares, amigos y vecinos, con sus mejores galas se dirigían -como si fuese una procesión o peregrinación- hacia la corraleja, de ese domingo  interminable entre tragos de ron, whisky, cervezas; inmersos en el maremágnum musical que parecía brotar desde  la tierra.
Tampoco los tres meses de hospitalización y las dieciocho semanas de terapia física de rehabilitación, cuando debió aprender a caminar mientras sanaban los injertos de piel y se suavizaban las cicatrices producidas por el cuerno derecho del toro bayo que lo embistió, hiriéndolo en la espalda; lo izó y dándole tres vueltas en el aire, luego lo lanzó cien metros hacia arriba. Impresionante, tanto que el camarógrafo oficial del evento se aturdió ante ese hecho inédito, se le apagó la cámara y el cerró los ojos junto a casi las veinte mil almas que atiborraban el recinto que asemeja el circo romano; las cinco bandas pelayeras interrumpieron la interpretación de María Varilla y el Ayayayyyyyyyy de la muchedumbre llegó hasta la cocina de la casa de la familia Marrugo Marrugo -afanados en la cocción del sancocho- junto con el aleteo de un enjambre de mariposas negras que pasaron presurosas por encima del fogón de leña donde hervía la vitualla con no sé cuántas carnes más.
Un toro que se volvió porro. Un toro que se volvió canción. Catalino, había enfrentado al toro más popular de Arturo Cumplido, El Balay. El toro Balay, quien años después murió en tierras cordobesas. Quedó su cuerpo tendido en la arena/ porque el que es valiente nunca llega a viejo/ había recorrido varias plazas/ y lo mataron en Carrillo.
De la ascensión y caída propiciada por la cornada del toro Balay, Catalino sólo recuerda el instante cuando el animal se le aproximaba a toda velocidad y después todo fue oscuridad, tinieblas. Despertó preguntando dónde estaba y si "alguien había visto la botella de ron que llevaba en el bolsillo izquierdo del pantalón".
"Por ahí llevan a tu hermano muerto", dijo alguien que venía de la corraleja. La noticia se regó como verdolaga en playa. Sixto departía con varios colegas. Como buen anfitrión atendía a todos sus amigos forasteros, quienes se bajaban para estas fechas en su casa. Armaban tertulias eternas, aderezadas con el sonido crocante de los chicharrones con yuca esmotada y suero atolla buey -que en cantidades alarmantes regalaba Nando Arrieta, Sanjacintero,  PHD en finanzas y negocios-. Al mismo tiempo que la voz tronante del patriarca Manuel, progenitor de Catalino, Sixto y otra docena de hijos más, y a quien le gustaba remedar a Alejo Durán cuando decía: "Todos mis hijos los tuve con la misma, pero con distintas mujeres". El viejo Matizaba el ambiente con la melodía de las décimas repentistas, cargadas con la sabiduría de quien ha obtenido con profundidad las enseñanzas de la vida, por encima de la teoría de los libros.
La fiesta en honor de Santa Catalina de Alejandría es la excusa perfecta para una celebración que se prepara durante un año entero,  para disfrute de cinco días. La celebración religiosa se desliga de la fiesta profana y no coinciden en las fechas, como una medida que permite ampliar el margen de las manifestaciones populares: junta organizadora permanente, reina y capitana de las festividades, cabalgatas, desfiles con caballos de paso fino y caballitos de palo para afianzar la tradición en las nuevas generaciones, bailes con los artistas del momento y toda la parafernalia de las corralejas.
La presión de los amigos parranderos, el afán de reconocimiento y prestigio social, la sinrazón de algo que se ha heredado por generaciones y nadie se ha atrevido a cuestionar, son algunas de las motivaciones que impulsan a Catalino a trazar su destino con las letras indelebles de un compromiso ante el cual no puede retroceder, rendirse ni esquivar. Tomó como testigo  la plaza principal, que resguardada por la imponencia del templo católico, la casa cural, la alcaldía municipal y las oficinas gubernamentales -nido de la burocracia estatal con laberínticas dependencias donde nada pasa y todo se pierde-. Nadie responde y crece así la cadena de corrupción que sume a estos pueblos en el más absoluto abandono, lejos de la mano de Dios; porque parece que Dios hubiese tomado vacaciones. Dignos de su propia suerte.
El escenario de una tarde de corralejas no puede mirarse desde la simple perspectiva socio cultural y antropológica de un pueblo ignaro con costumbres primitivas, condenado a repetir hasta la saciedad los episodios mitológicos de civilizaciones idas en el tiempo. Cuando Catalino afirma, sin un trago de ron encima, que "el último día de las fiestas, al último toro de la tarde le va a sacar dos mantazos desde el centro del ruedo", de su voz brota el clamor  de una región que desde siempre comparte -además de la idiosincrasia- una visión de la vida, de la historia y del mundo, ligada a la música como representación estética que a partir del porro y el vallenato aúnan percusión, vientos y lamentos que trascienden la cotidianidad y tocan las fibras del espíritu, pintan de colores el alma y la transportan por estados que sólo pueden sosegarse con la danza y el consumo de licor.
"Esa música pone a bailar hasta a un tullido", es el grito alborozado del profesor José Adonis Viecco, en la rueda del  fandango, al mismo tiempo que saborea un trago de vino tinto de la copa que le sostiene una esbelta sabanera y le insiste a los músicos de la banda que le complazcan con la canción "Cosita linda" de Pacho Galán. Contertulio de Sixto, nieto de un italiano que cayó en paracaídas en la laguna de Luruaco, en el preciso instante en que en sus aguas cristalinas se bañaba una damisela engalanada; fue entonces que la donosura de las carnes firmes de la negra, la belleza de ese paraje paradisiaco, el espagueti y las pastas se unieron con la arepa e huevo.
"Una orgía de sangre, cornadas, licor, perfumes, hambre y muerte. Es la fiesta de corralejas, expresión de un pueblo que sufre y goza; que de la misma manera que se le enfrenta al toro debería enfrentarse a todos los retos de la vida personal y comunitaria", pregona el Presbítero Agustín Elías, cura católico que en su primer viaje a Europa, antes de llegar a Roma y al Vaticano -destino de su expedición-  buscó la manera de  arribar primero a la Plaza de las Ventas en Madrid, catedral de la tauromaquia, que al destino inicialmente señalado con círculo rojo en el mapa de Europa.
W.White, sabanero con raíces sajonas desde la altura de su metro con noventa y cinco, expresa que "la fiesta de corralejas es una oda al fatalismo, porque de algo uno tiene que morirse, cuando toca-toca; entonces, da lo mismo esperar la muerte en el  lecho nupcial o en la precipitud y la tremolina de ese tiempo sin fin que se inicia con el sol de las dos de la tarde; los primeros pitos de las bandas pelayeras, los equipos de sonido alrededor de la plaza, los gritos de los vendedores de diversos productos, los relinchos de los caballos inquietos con sus garrocheros a cuestas; el bramido de los toros en los corrales, las ambulancias de la Defensa Civil; los pitos y cornetas de los enanos y payasos; las sombrillas o paraguas de los manteros de tanque o carretilla, presagian un soberbio espectáculo..." La tertulia sigue en medio del desfile de platos de sancocho y un gorrero que no para de servir el trago.
"La fiesta de corralejas es una improvisación organizada -enfatiza Sixto- en toda la Sabana del antiguo Bolívar Grande, esta expresión cultural aglutina una empresa que da cabida a un sinnúmero de empleos y mueve la economía local y regional".
Desde el dueño de los palcos, los encargados de la adecuación del terreno, del montaje y desmonte de la corraleja, hasta los picadores, banderilleros, enlazadores y corraleros; sin contar con las bandas pelayeras con sus veinte o treinta integrantes, las diversas ganaderías que disputan los trofeos a los mejores toros, la mejor tarde, la mejor banderilla. Reconocimientos que se otorgan de acuerdo con la bravura de los animales, la disponibilidad para la faena de los treinta astados que desfilan desde las dos  hasta las seis de la tarde y la suma de corneados, pisados, levantados y la respectiva lista de fallecidos en este remedo tropical de las épicas tardes romanas.
Existe una categorización de las corralejas de acuerdo con el aforo y se le añade el número de palcos y de pisos, también, la participación de ganaderías dan  prestancia o quitan méritos a la fiesta respectiva. Durante las cuatro o cinco tardes de corralejas, la salida de los toros al ruedo no es casual, corresponde al ganadero asignar el orden de aparición de los astados: desde los más jóvenes, nerviosos y ariscos hasta aquellos cuya veteranía los convierte en leyendas vivientes y en un peligro mortal para la muchedumbre de espontáneos que abarrotan las orillas o cerca de la plaza y pueden pagar con su existencia la osadía de enfrentarse a una mole de trescientos o cuatrocientos kilos de peso, entrenada para embestir, levantar del suelo, izar y elevar por los aires a cuanto se le atraviese.
El clímax de la fiesta de Turbaco se vive el día primero de Enero. Empieza el año y culminan las corralejas con la última tarde. "Los empresarios, ganaderos y demás inversionistas se llevan la plata; el pueblo pone los lisiados, heridos y muertos; los políticos aprovechan para hacerse propaganda aún en los capotes y banderillas de los aprendices de toreros; sigue la fiesta, reflexiona Sixto -desde el kiosco de su casa- la gente se goza el fandango embriagados de licor y sangre con la ingenua convicción que las fiesta será más buena mientras más muertos haya".
Con algo de guayabo, después de cuatro días de fiesta, ese mediodía del Año Nuevo, en la alcoba de su casa, Catalino se prepara para hacerle frente a su destino: "llegó la hora, carajo", gritó. Nunca se enteraría que  Aníbal Monterrosa para ese día reservó como último toro de esa  última tarde al  Arranca teta.
"Aníbal Monterrosa tiene un toro que respeta/ y que hace la fiesta/ ese toro lo llaman en todas las plazas el Arranca Teta/ ábranle las puerta al Arranca Teta/ ábranle la puerta al arranca teta..."
Y la banda pelayera no dejó de tocar.

JUAN JOSÉ ROMERO PARRA
jjromeroparra@hotmail.com
Cartagena, 11 abril 2013